No puedo lamentarme esta vez, no puedo decir que no me advirtieron, si las dos mujeres me lo susurraron a gritos anchos.
La primera, la de los ojos del mundo con su voz incrustada en mi oído infinito, diciéndome con serenidad presente, que el entierro era inminente, me imploraba que entierre de manera urgente mi corazón y todo mi amor, que me exilie y ahí quizás encontraría la solución, si algo bueno tenía que nacer, el sol prontamente lo haría salir.
Desperté, lo pensé, continué con el curso de mi pequeña vida, probé con el canto a manera de vuelo, caminé desnuda, miré la tierra, olí el pasto y lo volví a intentar
La segunda apareció de frente a mi, con gemidos angustiosos, le dije con mis pupilas y curdas vocales, todo el proceso, fui pura como siempre lo fui, le expuse mis tripas revueltas. No lo logré, y ella que lo sabía antes que yo, volvió a decirme, en silencio repetido que lo entierre, que si lo lograría, que lo entierre.
Desperté con tanta sangre en mi interior y concluí en que no quería, no podía, descompuse entonces mi inteligencia es que era tan grande e inmenso mi amor, que ni la tierra ni los gusanos ni la sangre, y continúe con el curso de mi pequeña vida.

Antes de ayer supe de la manera más cruenta y dolorosa que llegó ese día, tengo ya las velas y coronas de este entierro, mi vestido negro infinito, ninguna flor sonriente, ninguna canto profundo, ni baile eterno, hoy voy a hundirme en mis viseras, voy a llevar mi alma a la tierra, voy a cambiar de atuendo, dejarme absorber como agua en tierra, aplaudir desde lo alto de la montaña mi paso por tu obra y volver a mi casa nueva.

A lo que me refiero es que no puedo lamentarme esta vez, si las dos me lo dijeron tan tiernas y firmemente, y mis herméticos oídos, no lograron entregarle la misión a este estúpido corazón que entrega tanto
y casi siempre
al paredón.